ER TITO

ER TITO, SU GENTE Y SUS PASIONES HUELVA Y LA SEMANA SANTA

jueves, 30 de septiembre de 2010

LA GRANDEZA DE LA CENTURIA................. DEDICADO A MI SOBRINO JOSE SANCHEZ "LOBO"

Aquella era una tarde tibia de marzo, una de esas tardes en las que el aroma a azahar y la luz nos sorprenden a bocajarro para gritarnos a los cinco sentidos que el sueño infantil de una primavera recién estrenada vuelve a hacerse realidad. Tarde de un ir y venir constante por Alcaicería con bolsas de las que asoman capirotes de cartón, aromas de miel y vino en las cocinas donde suenan Font de Anta, Braña o Escámez, convocatorias de cultos en las puertas de las iglesias y sones de Centuria en Cinco Llagas. Aquella tarde de marzo se encaminó a la Basílica con los nervios de punta. Le habían dicho que tenía que presentarse en la Casa Hermandad, en la segunda planta, en el cuartillo donde hibernan los leones metálicos que rematan las tiras de cuero y las rodelas sueñan con el tarnichí que les devuelva su esplendor. Allí le habían citado para entregarle la ropa y los atributos que le abrirían dos semanas después las puertas de la gloria romana macarena. La noche en que el Capitán y el Teniente se lo comunicaron, lloró como un niño, no se lo acababa de creer, habían sido muchos años de aspirante. Años de convivencia fraternal, en los que iba mamando la esencia de la Centuria, meses de historias y anécdotas contadas por los mayores al calor del Soto o del antiguo Esparragal. Fue un duro y exigente aprendizaje, que le enseñó a amar a la Centuria, a defenderla allí donde estuviera frente a viejos topicazos falsos, a seguir las manos atadas del Señor de la Sentencia, pero sin perderle ese cariño que los armaos sienten por su jefe oficial, Pilato. Ahora, de repente, sus anhelos se convertían en realidad: saldría de armao en la gandinga.

Subiendo las escaleras hacia el cuartillo de la ropa le temblaban las piernas. Había algunos compañeros esperando recibir la suya, que le felicitaron por lo que representaba estar allí. Ya arriba, recogió con avidez su ropa y se precipitó a su casa para compartir aquella alegría con los suyos.

Su madre lo recibió sin poder ocultar la emoción. Él le enseñaba cada pieza de la ropa como si de un tesoro valioso se tratara, le explicaba cómo había que colocarla según le habían enseñado sus compañeros. Ella volvía a ver en la cara de su hijo la de aquel niño que abría los regalos de Reyes. Hasta ese momento su hijo siempre había creído que sus ansias por ser armao nacían de un lejano sueño. Desde pequeño relataba a su madre que recordaba perfectamente haber soñado en su niñez con los armaos, con plumas blancas y reflejos de plata, con la gracia y elegancia de la Centuria. Lo recordaba como un sueño hermoso y alegre, como un oasis de ternura en medio de una pesadilla. Lo creía firmemente: aquel sueño de su niñez había prendido en el pebetero de su corazón el querer ser armao de la Macarena. Pero aquella noche, con la ropa como testigo, su madre decidió que había llegado la hora de contarle el origen de aquel sueño, que resultó ser mucho más que eso. Le contó su hasta entonces desconocida enfermedad siendo muy pequeño, cómo había sido atendido durante meses en aquel hospital, cómo su familia había pasado momentos muy duros, cómo siempre la Esperanza había velado sus sueños desde aquella pequeña estampa en blanco y negro que pasó de presidir la cabecera de aquella cama de hospital a ser llevada siempre en la cartera materna. Le narró, con la voz entrecortada por la emoción del recuerdo lejano, la algarabía que se formó desde primeras horas de aquel Jueves Santo, cómo todos los niños ingresados preguntaban sin cesar a qué hora llegarían los que con tanta ilusión esperaban. Le recreó el trajín de padres, médicos y enfermeros para recibir a aquellos heraldos de la Esperanza. Le contó la expectación de todos al escuchar al jefe de planta decir “ya están ahí”. Le intentó contar lo que allí se vivó cuando las sandalias macarenas comenzaron a pisar los pasillos del hospital, cómo iban repartiéndose por las habitaciones, los aplausos y vítores que recibían en su visita marcial, cómo salían con los ojos empañados tras visitar a sus compañeros niños de enfermedad. Y finalmente le describió su cara de apenas tres años al ver entrar en su habitación al mismísimo Capitán de los armaos, coraza y muñequeras relucientes, plumas blancas como su inocencia de niño, y machete con el que parecía querer desterrar de aquella habitación toda enfermedad. Primero te quedaste boquiabierto, sin poder casi moverte, admirado, hasta que aquel César se acercó y te besó. Entonces le diste el mayor abrazo que jamás te he visto dar, como si ya supieras que aquellas corazas había andado muy cerca de la que es Puerta del Cielo por San Gil y del Que Todo lo Puede allá en San Lorenzo. Como buen Capitán, intentó mantener el tipo, pero su voz temblaba hasta hacerle carraspear en varias ocasiones. Tampoco podía enjugarse las lágrimas que empezaban a asomarle porque las muñequeras metálicas no lo aconsejaban. Ella miraba la escena desde un rincón de la habitación con una leve sonrisa al ver la vida y el futuro que se reflejaban en la cara de aquel niño ante el Capitán de la Centuria. Antes de despedirse, aquel romano de la collación de San Gil se volvió hacia el niño y le preguntó si quería ser armao cuando fuera mayor. Tú sólo pudiste decirle que sí con la cabeza, estabas aún admirado por aquella aparición. Después se volvió hacia ella y le preguntó qué quería que le dijera al Señor de la Sentencia y a la Esperanza. “Pídale por lo que usted y yo sabemos”, contestó ella. Y el Capitán se fue con la firme intención de presentar aquella petición nada más llegar a la Basílica. Poco a poco el tumulto se fue calmando, el hospital comenzó a quedarse en silencio. Pero ya nada era igual: aquellas plumas blancas habían limpiado las telarañas de la tristeza de los pasillos de aquel hospital, impregnándolos de esperanza; habían ofrecido consuelo y fuerza para seguir en la lucha diaria, e ilusión para los más pequeños, que se sentían las personas más importantes del mundo porque los armaos habían ido a visitarles. Cuado madre e hijo quedaron a solas, él, tras un intenso silencio, le dijo con firmeza y decidido que, cuando se pusiera bueno, sería armao de la Macarena. Así fue en realidad lo que él creyó durante años un sueño de niñez.

Aquella noche la tibieza de la primavera temprana se colaba por el balcón de aquel piso, lejos sonaban viejas saetas de Centeno. En aquel salón una madre y un hijo acababan de comprobar que los milagros, en la Macarena, sí existen, y que la Esperanza siempre vence.

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